Salir para entrar, entrar para ganar, amagar para confundir, escuchar la vocecita interior cuando se trata de intuición. O picar para anticipar, llegar desde atrás para lograr ese medio metro necesario que hace la diferencia, saltar mejor, proteger la posición. O abrir los brazos, hacer ancha la cadera, tocar para ir a buscar, descargar hacia atrás para tener siempre la posibilidad de decidir, ir e ir una y mil veces… Entre tobillos maltrechos, mil paralíticas en las piernas, espaldas arañadas y costillas raspadas, Pablo Vegetti es la metáfora futbolística que ilustra la soledad y la ingratitud del universo en el que sobrevive un delantero que tiene una camiseta tan celeste como la de sus compañeros, pero que pareciera ser de otro equipo porque sus pares no lo tienen ni en el grupo de wsp. Más aún: empieza a acostumbrarse a estar siempre en los lugares indispensables, pero sabiendo que rara vez le llegará la pelota.
En la esquina del Gigante de Alberdi, luego del enésimo partido del Belgrano de la desesperanza, un morocho alto de modales bajos le va al hueso y se queda mirándolo, por si quiere pelear: “Vegetti, pone h…”. Y Vegetti, aquel que se reinventó en Instituto por su coraje y capacidad goleadora, pero que en Belgrano anda famélico de gol, le clava el visto con una mirada filosa, inyectada de bronca e impotencia.
Filósofos del fernet
A Pablo Vegetti se lo juzga por el resultado y se ignora el proceso. No importa si toca tres pelotas por partido, o si Belgrano es una pésima fábrica de oportunidades para su manera de jugar: el tipo ya ni asusta a los arqueros. Le toca enfrentar el rigor de una ley elaborada por un tribunal que nunca falla y en el que sus miembros perfeccionan la mirada y el discurso sobre el fútbol, después del tercer Fernet: dicen que el centrodelantero que no hace goles, no sirve. No hay matices en el análisis, sino sentencias duras. Irrevocables.
En esa misma biblioteca, otros fallos destacados indican que “dos cabezazos en el área son gol”; “penal bien pateado, es gol”; “si un equipo ganó, es porque jugó bien”; “si un equipo perdió, es porque jugó mal”; “no pueden cabecearte en el área chica”; etcétera. Clarito e infalible. Si alguien pretende interpretar el juego con flexibilidad para hablar de los factores que inciden para que las cosas pasen dentro de una cancha, se corre el riesgo de discutir toda la vida. Y ahí no hay bar / var que alcance.
Todos pueden observar que Belgrano juega mal, que pierde aceite para defenderse, que no acierta en la gestión de la pelota para recuperarla o administrarla, que no logra conectar tres pases seguidos o que muchas veces avanza, pero casi nunca ataca. En ese contexto, como suele pasar, se exige en función de las capacidades y posibilidades: entonces, el aplazo más estridente es para Vegetti y hay que destrozarlo.
Goles y goleadores
Martín Palermo pudo hacer muy poco en Villarreal y Betis, pero en Boca fue tremendo. Miliki Jiménez anotó algunos goles en otros clubes, pero los que hizo en La Gloria lo elevaron allá arriba, a la condición de determinante. Cierto: tanto Palermo en las diferentes versiones de Boca en las que jugó, como Miliki en el Instituto de nombres distintos pero fútbol intacto, tuvieron a su disposición una estructura de elaboración de juego que les permitió ser delanteros y disponer de una docena de pelotas de gol por partido. No es que les tiraban un pase tres veces por partido, o los mataban con despejes profundos para que rescatara oro en el barro. Tenían una docena de oportunidades: hacían uno o dos goles y eran Gardel… Estaban tan bien ensamblados, había una fluidez tan desequilibrante en esos equipos que así como Palermo y Jiménez alimentaron la historia en la red, también hicieron un aporte quirúrgico con un gesto de generosidad y calidad reservado sólo para los jugadores inteligentes: el pase, la asistencia, para que el gol fuera del equipo y no necesariamente de ellos.
Vegetti corre y corre y corre, pero los compañeros futbolísticamente no lo registran. No lo integran. Lo maltratan con fulbazos a cualquier lado, para que vaya y se muela los huesos contra tres defensores y los deje en el piso; después tiene que entrar al área, esquivar otro guadañazo, enfrentar al arquero y meter la pelota adentro. Una especie de Superman de pantalones cortos y tatuajes.
Si Belgrano trae la pelota por la derecha, en el centro del ataque las piezas se mueven y Vegetti mide el momento de acelerar para encontrar ese pase profundo que lo deje a dos toques del gol. Si el avance es del otro lado, Vegetti tal vez se deje llevar por la tentación de salir de la punta de lanza para recibir, devolver y luego dispararse hacia el punto del penal donde debería llegarle la pelota de pre gol…
Pero ese eslabón final nunca se elabora. Los caminos conducen hacia otro lado. No hay pase, no hay asistencia, no hay pelota profunda para ser corregida a la red: sólo hay un laberinto transversal de prestamistas, que trasladan, que chocan, que lateralizan y demoran la explosión del ataque, desactivan cualquier expectativa de sorpresa y ponen en riesgo las rodillas de Vegetti, porque después de sus aceleradas para ganarle a los centrales, debe frenar para empezar de nuevo. Una y mil veces. Vacío de gol, frustrado e impaciente…
El contexto
Pablo Vegetti no necesita que lo defiendan ni que lo justifiquen, pero la manera en que se valora su rendimiento es de una crueldad exagerada porque quienes le exigen goles omitiendo el sustento colectivo que le ofrece Belgrano, se paran en una interpretación desenfocada. Su juego, como el de todos, debe ser analizado dentro de un contexto o nos dejaremos llevar por la urgencia de una picadora de carne que reclama eso, carne. Si Vegetti toca tres pelotas por partido porque el equipo llega arriba a los trompadones, algo más está pasando en el equipo.
Entender el juego con el resultado y no desde el resultado, es una manera saludable de bajar los decibeles y acomodar los factores que nos ayudan a disfrutarlo.