A Talleres se le escapó la tortuga

La derrota en la final de la Copa Argentina sacudió al mundo albiazul. Dura una sensación de injusticia porque el gol de la caída 1-0 fue increíble, pero si intentamos la mirada con mayor profundidad, veremos que hubo otros factores para explicar lo que pasó.

Despertarse con un cachetazo, nunca es bueno… El gol de carambola que dejó a Talleres sin la Copa Argentina y le dio un premio exagerado a Patronato, sigue rebotando por ahí y lastimando el espíritu de los hinchas por lo curioso de su génesis y su consecuencia: resolvió un título y reafirmó que el fútbol suele no llevarse bien con el concepto de la justicia.

Discutamos y analicemos esa jugada todo lo que sea necesario, a ver si logramos entender por qué el que más quiso ganar se quedó sin nada y el otro, que se sintió cómodo arriesgando menos, se llevó el trofeo. El condimento de lo fortuito es impresionante, pero el eje de esta cuestión pareciera estar en otro lado: la sensación más fuerte que brota en la patria albiazul es que a Talleres se le escapó la tortuga… Sin subestimar a Patronato, porque por algo llegó hasta la instancia decisiva, la primera derrota de la “T” fue contra sus propias limitaciones porque tuvo casi 80 minutos para ganar y no lo hizo, hasta que llegó el gol de rebote, los nervios, las angustias y el triste final.

En todo ese tiempo, penduló entre lo que llamamos actitud y la imprescindible aptitud que le hizo falta para ser mejor en los distintos aspectos que componen la ecuación del juego. Un equipo es mejor cuando tiene una idea, la respeta y la impone, en función de una defensa con firmeza y un ataque con recursos. ¿Causas? ¿Motivos? ¿Circunstancias? Posiblemente, el equipo alcanzó un techo de rendimiento demasiado bajo y nunca pudo generar las soluciones que el partido fue exigiendo. Sin conducción en el campo y con el entrenador buscando soluciones donde era difícil hallarlas, Talleres quiso ganar siempre pero no fue capaz de darle una forma sólida a las intenciones. Y terminó al bode del ataque de lágrimas, porque no merecía perder contra Patronato.

Indiferencia

La gestión de Javier Gandolfi había logrado reactivar algunas virtudes colectivas, a partir de la recuperación de jugadores cuyas capacidades parecieron estar en piloto automático hasta hace tres meses. Los mismos futbolistas que con Hoyos y Caixinha andaban a GNC, con Gandolfi recuperaron una relativa seguridad y coordinación para moverse. Cuando eso pasó, la cancha fue diferente. Más abierta, más llana, con el arco más cerca, con más posibilidades y oportunidades para cuidar la pelota desde el pase y la circulación.

El Talleres que cayó en Mendoza siempre supo que correr era indispensable y asumió esa responsabilidad con un valor agregado: se animó a jugar. Le entregó la pelota a Garro y movió algunas piezas para que Santos no estuviera solo arriba. Gandolfi apostó por la calidad individual de Valoyes, el buen momento de Alvez, soltó a los laterales Benavídez y Díaz para convertirlos en delanteros y estableció como punto de apoyo, las funciones de Villagra y Franco. Tuvo coraje para convivir con el error, que es propio de quien asume riesgos para crecer.  Pero fracasó en la gestión de soluciones para entregarse a lo previsible e inofensivo: definitivamente, el fútbol requiere respuestas más elevadas que el sudor.

A este Talleres con líderes fugaces o transitorios, volvieron a resultarle indiferentes algunos síntomas que lo sumergen en la mediocridad. ¿Cuántas jugadas necesita Diego Valoyes para comprender el valor de dar un pase? ¿El equipo es capaz de equilibrar todas y cada una de las veces en que Enzo Díaz se transforma en delantero? Cuando Benavídez se proyecta ¿quién lo cubre o lo compensa? Los estiletazos de Garro y el primer pase de Villagra están en una categoría superior, porque abren una dimensión que el equipo luego no transita: la sorpresa, el cambio de velocidad, la pelota que desacomoda y puede poner a un 9 peleador, como Santos, adentro del área siempre. No alcanza con tirarle pelotazos a un punta aguerrido, para alimentar la certeza de que un equipo merece ganar.

Gandolfi no tenía muchas variantes. Desde afuera es difícil saber por qué sacó de la cancha a Garro y a Villagra, dos de los jugadores que mejor interpretan la precisión y la conexión que hace diferencia. O por qué insiste con acorralar a Franco como doble cinco, cuando los mejores momentos del ecuatoriano fueron 30 metros más arriba. Si bien la demorada entrada de Esquivel encendió las esperanzas para abrir espacios defensivos, Ortegoza, Pizzini, Álvarez y Godoy no movieron el amperímetro y generaron una sensación de “equipo en reparación”, que insumió un capital extremadamente valioso: el tiempo.

Fue el propio Talleres el que boicoteó la expectativa de abrir grietas para desarticular a Patronato, porque el concepto de la movilidad está sin evolucionar desde hace rato… Entonces, que Esquivel gambeteara… pero ¿a cuántos? Cuando un equipo es previsible, neutralizarlo es menos complicado.

Antes, ahora y siempre, la clave será de los jugadores. Los que tiene Talleres y Gandolfi puso en la cancha en los momentos más calientes, no dieron el nivel para ganarle a un rival discreto, que no se puso colorado en tirar la pelota a la tribuna. Entenderlo así, tal vez nos ayude a reconocer el mérito de haber accedido a una final, para recordar que el progreso de un equipo necesita de la agudeza para asumir las debilidades. Después, las fortalezas se desarrollan solas.