La lección de Instituto

La Gloria creyó en sus fuerzas y le ganó 3-2 a Boca en la Bombonera siendo ordenado para jugar y guapo para luchar. Se abrazó a un negocio mayúsculo: comprobó que la única manera de crecer es yendo al frente.

La polvareda que levanta el uso del VAR, aquí y allá, termina infectando cuanta discusión de fútbol se intente en el país de los campeones del mundo (en cuestionar todo). Atravesando al propio sistema, con jugadas que alimentaron la polémica, Instituto se anotó el triunfo más resonante de la fecha de la Liga Profesional. Y no solo eso: más allá de los puntos, el rival y la cancha donde jugó, las letras más importantes rescatan que fue capaz de creer en sus posibilidades, que no salió a colgarse del arco y le metió tres goles a un Boca que terminó deshilachado, convertido en un manojo de nervios.

Es cierto: en el final, las circunstancias fueron arrinconándolo contra su arco y sufrió mucho para cerrar la victoria. Pero hizo valer aquellos momentos de confianza y lucidez, en los que marcó tres goles a plazo fijo. Instituto sabe que no hay forma de ganarle a rivales así, en canchas que laten, si no se los ataca. Si la llave del partido era incomodar a Boca con juego para evitar la presión asfixiante a la que son sometidos los equipos visitantes, la Gloria hizo los deberes y encendió una hoguera que le dio luz a sus ideas y contaminó la atmósfera boquense para tornarla irrespirable.

Que quede claro: no es que perdió Boca, sino que ganó Instituto. ¿Cómo lo hizo? ¿Qué grandes aciertos mostró? En un futbol argentino que nivela para abajo, olvida el valor del pase y pondera más a los que corren, las únicas canchas blindadas son las descriptas en los cuentos de Roberto Fontanarrosa. Incluso la Bombonera, con su entramado místico, no resiste a una receta infalible: para ganar allí, hay que hacer goles. Y solo los hacen los equipos que entienden el valor del ataque y aceptan convivir con los riesgos. Instituto lo hizo.

Sentido de la oportunidad

No hay nada más táctico que un gol: cuando se produce, todo cambia. Influye al que lo marca y también al que lo recibe. El mismo aliento de la gente de Boca que mete miedo a los forasteros, es el que muta en presión y genera un efecto inverso, cuando las cosas no le salen. ¿Cómo se logra ese fenómeno? Presionando, atacando, exigiendo, generando grietas… En un cuarto de hora, Instituto tuvo dos muy buenas noticias y una mala: se puso 2 – 0, para activar la olla a presión, y perdió por lesión a Gabriel Graciani, posiblemente el jugador de mejor ADN para jugar partidos así, por su velocidad y facilidad para llegar desde atrás, sobre los espacios que Boca descuida en los laterales.

La cabeza del entrenador, Lucas Bovaglio, empezó a trabajar a mil revoluciones por segundo: ¿seguir yendo al frente o especular con la ventaja? ¿capitalizar las espaldas de los marcadores de punta que Boca lanzaba hacia adelante o retroceder? ¿defenderse con la pelota o sin ella? ¿dejar que Boca se le viniera para salir de contragolpe?

La salida de Graciani cambió a Instituto y también a Boca, porque el equipo cordobés se quedó sin una herramienta imprescindible para ser punzante por la derecha (entró Oscar Garrido) y se acomodó con más ocupación territorial y compensación defensiva. O sea, sin marcas, Frank Fabra tuvo licencia para ser un delantero más en Boca y allá se fue.

En todos los otros duelos por las bandas ganaron y perdieron los dos. Los enfrentamientos Cerato-Villa, Corda-Langoni y Weigandt-Cuello fueron muy interesantes, porque nadie ofreció ni pidió tregua: fueron al frente y se la jugaron.

Si Boca tuvo una esperanza con el golazo de Martín Payero (2-1 de tiro libre), Instituto la desactivó en el arranque del segundo tiempo, con el 3-1 de Santiago Rodríguez.

El VAR nuestro de cada día

Nadie está exento de los efectos del VAR: en los mismos partidos en que el sistema de asistencia a los árbitros resuelve bien algunas jugadas complicadas, se producen fallos que generan confusión y hasta la sensación de injusticia. Hubo tres infracciones clarísimas de los defensores de Boca que en cualquier otro partido hubieran merecido una tarjeta: el árbitro los perdonó y la única tarjeta que les mostró fue la de crédito.

Podríamos hablar varios días de los espacios que Instituto no pudo aprovechar para golear a Boca cuando estaban 3-1, o de cómo se inclinó la cancha hacia el arco albirrojo cuando el marcador se puso 3-2 y cada pelota quemaba. Ausentes los creativos e insuficientes los defensores, cada centro sobre el área cordobesa fue un susto mientras el maldito reloj no avanzaba nunca, hasta que llegó la ultimísima jugada, con el VAR acaparando toda la atención: el árbitro Jorge Baliño detuvo el partido y fue a espiar si la pantalla le ayudaba a decidir si Carranza le había cometido penal a Merentiel, con toda la Bombonera hirviendo. Mientras en Alta Córdoba se multiplicaban los infartos, Baliño interpretó que no hubo falta y su decisión se gritó tanto como un gol.

Ganarles a los poderosos tiene un sabor especial. Instituto se dio el gustazo de romper los pronósticos abrazado a la certeza más maravillosa: creyó en su juego, comprendió el valor de confiar en lo que tiene y se le animó a un “Cuco”. Lo demás es fútbol y ahí, puede pasar cualquier cosa.