Talleres le ganó 2-0 a Colón en el ex “Cementerio de los Elefantes” y se clasificó, por primera vez, a los cuartos de final de la Copa Libertadores. El logro es histórico y sirve como estímulo para superar el flojo nivel que el equipo mostró en la liga local.
Si un hincha del fútbol te ofrece unas lágrimas, seguro que le brotan desde lo más profundo del corazón. No son casualidad, ni gratuitas. Se inspiran en las circunstancias de un juego maravilloso que te lleva y te trae por todo el abanico emotivo, más allá de la belleza de un partido: nacen en la certeza (y la necesidad) que tienen miles y miles de personas, de encontrar la felicidad ahí, porque tal vez la vida se las mezquine en otro lado. Al final, hay apenas un paso desde la tristeza absoluta y la alegría que te dibuja la sonrisa más iluminada del mundo.
El mismo Talleres que en otros tiempos (lejanos y cercanos) era capaz de conmover con propuestas más elevadas, llevó su hombría a Santa Fe y la hizo crecer con una cierta calidad en el juego para redondear, posiblemente, uno de los mejores partidos en varios meses.
Entonces, se dio esta situación: los mismos hinchas que desde hace un tiempo le cortaron el crédito futbolero al equipo, a casi todos los jugadores, al entrenador y salpican al presidente Andrés Fassi por la cantidad de jugadores que llegaron y no hicieron (ni hacen) diferencia, son los que no pueden ocultar el amor por la camiseta porque los colores están por encima de todo y de todos.
El hincha del fútbol quiere con todo y no se guarda nada. Permite que ese sentimiento se meta en su alma, en su piel…. Por eso, pese al diagnóstico sobre la austera realidad futbolística de Talleres, la gente fue capaz de ofrecer, otra vez, el corazón en bandeja.
Esta celebración, que tiene la capacidad de inventarse a partir de un equipo que devolvió muy poco desde la cancha en muchos meses, tiene un valor especial afuera de la cancha, donde los aficionados son incondicionales en la pasión y reclaman, en todo caso, que el equipo esté a la altura.
¿El mismo equipo?
Uno de los puntos que más trabajo cuesta procesar en la tribuna, es la relación que existe entre el Talleres de la Copa y el Talleres de la Liga. ¿Cómo se explica que mientras uno ya está entre los 8 mejores de la Libertadores, el otro fue de los peores en la competencia doméstica? ¿Motivación? ¿Ganas? ¿Egos? ¿Intereses personales que distorsionan capacidades?
Desde ese vacío de respuestas, con una política deportiva que sostiene al club en un paulatino crecimiento institucional, pero ha “perdido aceite” en la cancha, la foto de Talleres tiene un abanico emotivo en el que conviven muchas lecturas. Entre ellas, los impulsos por dejar de ilusionarse que se contraponen con la renovación del acuerdo de amor que no tolera divorcios. El apoyo es algo que la gente no negocia, pero en toda discusión surge un dato determinante: ¿por qué esa diferencia? Si el nivel que tuvo el equipo en la Copa hubiera sido similar en la liga, la tabla diría otra cosa. Y la credibilidad no estaría lesionada.
Evidentemente, hay un valor agregado en el rendimiento individual mostrado en la Libertadores, que proyectó a la “T” por encima de adversarios que mostraron versiones permeables (Universidad Católica de Chile y Sporting Cristal de Perú) pero que llegaron al torneo con el respaldo de una considerable historia internacional. Esa transformación le permitió ahora, en la llave contra Colón, despertar a ciertas sensaciones de juego que movilizaron a los hinchas y los animaron a creer: el equipo jugó por momentos bien en Santa Fe y debió asegurar el triunfo mucho antes del segundo gol, que marcó Martino.
El amor después del amor
Lo único que un corazón futbolero no sabe (ni puede) hacer es mentir. Se banca los malos momentos, resiste en el sufrimiento, multiplica la electricidad y la tristeza, creyendo siempre que hay una luz al final del túnel. En todos estos meses, Talleres tuvo serios problemas para inspirar y merecer credibilidad porque se cometieron errores en las decisiones que rápidamente se reflejaron en el nivel de juego. Aunque no hubo una autocrítica en palabras, sí la hubo en los hechos: el club cedió a más de media docena de jugadores, casi todos llegados como “refuerzos” y retirados en silencio…
Ese gesto editorial fue el reconocimiento de que la curva evolutiva de los muchachos nuevos resultó insuficiente para atender las exigencias de un equipo que, en los papeles, no se conformaba solo con participar: a la gente la convencieron con la idea de ser protagonistas, de aspirar a un título, de volver a la Copa para competir en serio. Y la realidad dijo otra cosa, de manera contundente.
Sin embargo, la tribuna sacó fuerzas vaya a saber de dónde. Se levantó desde la carencia de señales alentadoras y se puso en movimiento para sentirse con vida plena, sensorialmente activa. Produjo un fenómeno químico para convertir la decepción en esperanza y aguantar los trapos el tiempo que fuera necesario. Por eso los abrazos en Santa Fe, que se replicaron en decenas de barrios de Córdoba; por eso las lágrimas sin dueño; por eso las ganas de gritar hasta perder la voz.
El Talleres de la gente se entregó al llanto del desahogo, para empezar a creer de nuevo. Porque el fútbol es así: da revanchas y ofrece cicatrices solo cuando el amor es genuino.