El triunfo 1-0 sobre Sporting Cristal le dio oxígeno no sólo en la tabla posiciones de la Libertadores, sino en el proceso de mejoría, que es lento y demora las señales alentadoras. Los hinchas son coherentes: exigen un fútbol más calificado pero nunca dejan solo al equipo.
Hace unas semanas, cuando la tribuna de Talleres se cansó de ver al equipo jugando como el peor Belgrano, dijo “basta”. No en el apoyo y en la presencia, porque si lo acompañó en las épocas difíciles del ascenso… ¡cómo no iba a estar ahora! La cuestión estaba y está más allá del paladar, porque es de concepto: el hincha de la “T” quiere que el equipo juegue bien, que los jugadores comprendan la necesidad del pase, que haya elaboración y alguno levante la cabeza para organizar el juego. Y, si no sale, o el rival es mejor, la digestión es diferente … Lo que no se negocia es la firmeza para creer en una manera de respetar la calidad del juego desde la nobleza de las herramientas que se eligen.
Por eso, en el reino del pelotazo, la velocidad hacia ningún lugar y jugadores discretos que no solucionan los problemas estructurales, a la gente no le gustó nada que Talleres recortara expectativas para ofrecer mucho esfuerzo pero sólo esfuerzo, a la espera de un fútbol que, por ahora, late con más fuerza en el optimismo del presidente Andrés Fassi, que en el verde césped, donde la historia se construye con fantasías, pero también con calidad, goles y puntos.
Ganarle al Cristal de Perú fue como abrir la ventana para permitir que el otoño cordobés acariciara los pensamientos y se llevara el tufo de una noche cargada. En la renovación de lo que respiramos, en esas bocanadas de aire indispensable que nos acomodan las ideas, Talleres salió fortalecido en algunos rubros que tenían la luz de alerta encendida y pagó, en cierto modo, una cuota importante de la fianza para recuperar la confianza.
La reacción de la gente, de miles que conversan en las esquinas o se le animan al análisis en la parada del bondi, dejó en claro que no hay mejor verdad que la realidad. Y la realidad es la que narra Fassi en sus editoriales, en el éxito institucional del club, pero también lo es lo que se ve en el pasto: la evolución colectiva empieza a querer mostrar algunos rasgos alentadores pero lo hace en medio del caldo de cultivo que se genera cuando el equipo no sólo juega mal, sino que pierde. Y pierde feo, incluso: corriendo, tirando centros, peleando con el árbitro, tratando a la pelota con tantas limitaciones, que no hay paciencia que alcance.
Por eso, los puntos de la Copa son sanadores. Ayudan. Alivian el trago amargo por el rendimiento del equipo en el torneo local. Renuevan los plazos para ocuparse de la deuda interna. Recompensan con una dosis de esperanza, la tremenda muestra de arraigo popular que tiene el club a la hora del aguante.
Dos de cuatro
Se impone rescatar la buena noticia: Talleres ganó el segundo partido del “torneo chico”, que juega con la católica de Chile y los peruanos del Cristal, los tres atrás (y lo suficientemente lejos) de Flamengo, de Brasil. Faltan otros dos encuentros y serán de visitante, para resolver la clasificación. ¿Tiene con qué? ¿Podrá arañar algún triunfo como forastero? Las victorias en Córdoba, sobre Universidad Católica y Sporting Cristal, se parecen en muchos aspectos y hasta presentan un marcador idéntico: 1 a 0, defendido con uñas y dientes, con algunos pasajes de buenas intenciones.
Ilusiona pensar que la “T” puede pasar de ronda. Después se verá, porque la exigencia será mucho mayor. Además, apostar por la Libertadores también supone una jugada de riesgo en la competencia nacional, donde el equipo no la está pasando para nada bien…
Hay asignaturas pendientes que se deben solucionar, porque no todo es cuestión de fe: si Talleres no resuelve la falta de juego, de conducción ofensiva, le seguirá resultando muy cómodo hacer todo corriendo. Es una tentación en la que cae cuando no sobran ideas. Cuando acelera por inercia y no como consecuencia de la elaboración, traiciona su esencia y achica sus posibilidades. La falta de conexión interna es parte clave de ese problema porque impide gestionar sus virtudes desde la fluidez: los dos jugadores con mejor primer pase son Méndez y Villagra. Pero cuando levantan la cabeza y buscan receptor, sus compañeros ya están corriendo. Y cuando se corre siempre, hay menos margen para pensar.
El peor diagnóstico es aceptar que los mejores delanteros son los marcadores de punta porque se les termina pidiendo que hagan lo que el equipo es incapaz de producir. La falta de entidad por adentro altera el radar y acomoda a Talleres en una zona de fiaca intelectual: la pelota no descansa nunca y eso retroalimenta la necesidad de correr. Todo se transforma a una velocidad que deforma. Adelante de Guido Herrera todo parece ser territorio de transición: no se toleran pausas. Ni treguas. Hay que correr.
Entonces, vemos jugadores minimizados porque la dinámica del funcionamiento los condena a luchar mucho y participan poco porque no tienen la posibilidad de elegir espacios: ¿Santos y Girotti se potencian juntos o se incomodan? En el vestuario, ¿alguien le pregunta a Valoyes por qué se olvida de jugar en equipo? Encima, justo que Fértoli estaba jugando de lo mejorcito que se le ha visto en meses, el técnico lo saca…
Las figuras terminan apareciendo en la resistencia. El Talleres que enamoró a sus hinchas desde el respeto por la pelota, va paso a paso y le dedica sus aplausos con más frecuencia a los quites que al juego que es capaz de inventar para ganarle a los rivales y a sus propias sombras. Quiere salir adelante y a veces pareciera lograrlo.
Mientras tanto, los hinchas valoran los puntos conseguidos como si rescataran oro en el barro y buscan motivos para seguir creyendo. Hay una necesidad imperiosa de ver un Talleres más parecido al de años pasados. La historia continuará. La gente siempre tendrá el corazón abierto.