En Villa Revol era más fácil escuchar música clásica que alguien lo tratara por su nombre. El apodo nació en el potrero, en un barrio de la Córdoba profunda: se hizo piel y lo proyectó mucho más allá del fútbol. Luis Antonio Ludueña decidió que era hora de descansar.
¿Será cierto? Porque personajes así nunca se van del todo… Andan diciendo por ahí que falleció el “Hacha”, alias Luis Antonio Ludueña, definido como “el ingeniero” por Daniel Valencia. En la era de tanto chupete electrónico, los más jóvenes pueden aprovechar Google para investigar quiénes eran / son / serán esos dos y qué hicieron por el fútbol. O pueden poner en el buscador las palabras claves: potrero, picardía, habilidad, personalidad, crack, golazo, chanfle, pase quirúrgico, freno, gambeta, calidad. Incluso “selección argentina”, porque Valencia fue campeón del mundo en el 78 y el morocho mereció serlo.
A Valencia, jujeño de nacimiento y cordobés por elección, lo tenemos por acá y hasta nos dan ganas de verlo entrar a la cancha porque un jugador como él no tiene derecho a retirarse.
Cariño a la pelota
El “Hacha” jugaba de “8”, en épocas doradas en las que hablar de un número referenciaba a una función dentro del campo y al fútbol se lo jugaba con altura. Esa función, que permitía y aceptaba a los corredores y a los tipos más básicos, era digna de un ingeniero cuando la ejecutaba él. De alguien capaz de resolver velocidad, freno, espacio, anticipo, amague, triangulación… Jugar de “8” era arrancar de mediocampista sobre la derecha, adelante del “4” y atrás del “7”, con los ojitos abiertos para tocar y recibir.
El fútbol se interpretaba en dosis científicas de marca y retroceso, pero fundamentalmente a partir del cariño a la pelota y capacidad de elaboración de ataques. Cualquier “8” de esos tiempos, con Osvaldo Ardiles y Jota Jota López a la cabeza, metía miedo porque seguro era un jugadorazo y daba gusto ver.
Ludueña también podía correrse un poco hacia el medio y animarse a la “5”, cuando el mediocampo no toleraba la burocracia de amontonar gente sin razón y se la transitaba con visión, cabeza levantada y pase en piloto automático. Nunca, pero nunca, se renunciaba a la pelota.
Podemos escribir libros y más libros… y nunca alcanzarán toneladas de palabras para abarcar el fenómeno que fue, lo que inspiró, lo que hizo (y pudo hacer), este oscurito cordobés adentro de una cancha.
En Alberdi
La memoria de los hinchas mantendrá indeleble al “Hacha” con mil recordatorios. Elegimos una como testimonio para graficar la complejidad de la relación que existía entre los buenos jugadores y las hinchadas adversarias. Porque eran eso: adversarias, no enemigas.
Las tribunas recibían a los hinchas de uno y otro equipo, y así se jugaba. Cierta vez, se produjo una situación que hoy, con la sensibilidad y la hostilidad que existe, es imposible de repetir.
Clásico Belgrano-Talleres, en Alberdi, a mediados de la década del 70. Los celestes copando la mayoría de los espacios; los albiazules el resto, agrupados en lo que era la pequeña tribuna de la calle Hualfin, hoy reinventada y multiplicada como la Cuellar. Nada de cordones policiales, ni de “pulmones” para que los muchachos no se vieran de cerca. Quedaban casi cara a cara y eran tan guapos, que si había alguna bronca no la solucionaban en el fútbol, sino que las arreglaban afuera. Entonces, no sólo las hinchadas convivían, sino que se trataba de clásicos en los que la gente no se peleaba: iba a ver los partidos, que eran de una calidad absoluta.
La gente encima
Se jugaba el gran partido. Los jugadores que se movían sobre los costados tenían a la gente prácticamente encima. En un momento, justamente sobre un sector de hinchas de Belgrano, fue Luis Antonio Ludueña, el “Hacha”. Desde la tribuna celeste llegaron la provocación, la burla y hasta la broma. Al “Hacha” siempre lo acusaban de “tímido para la soda”, por traducir aquel grito de una manera decorosa…
El asunto es que con la tribuna encendida gritándole de todo, Talleres tuvo un tiro libre pegadito al alambrado. El “8” llegó sacando pecho, como siempre. Puso la pelota peinando el pastito, conteniendo la risa por las cosas que le decían e imaginando dónde iba a meter el centro con esa derecha exquisita. A centímetros del tejido, se acomodó las medias blancas a media canilla y levantó la lengüeta de esos botines azabache que generaban magia.
Desde la muchedumbre y abriendo un surco en el aire, alguien le tiró con una mandarina que le pegó en el pecho y cayó ahí… Los gritos se apagaron por un instante porque lastimar a un rival era cosa de pavotes. El “Hacha”, negro recibido en la universidad de la calle, supo que lo peor era tirarse al piso acusando el impacto para sacar ventaja… Donde él se crió, aquella fantástica escuela del fútbol y de la vida, aprendió a desarrollar el sentido del honor y la dignidad. Entonces, la hizo fácil: mientras espiaba hacia dónde metería su derechazo, levantó la mandarina y ¡se la comió! La tribuna, repleta de tipos vestidos de celeste, salió del silencio conmovedor y respondió con una risa profunda, colectiva, de alivio, de reconocimiento, para regalarle algunos aplausos que elevaron la anécdota a la categoría de imborrable.
El fútbol ha cambiado tanto que parece otro deporte. Ludueña fue hombre donde debía serlo y resolvió con humor algo que pudo ser policial. La misma gente que vio el incidente y viene leyendo la narración desde hace casi 50 años, es la que reserva para el señor Luis Antonio Ludueña un lugar especial, único, adentro del corazón.
Tal vez su historia, y esta página, nos ayuden a extrañarlo menos. Posiblemente sin dimensionarlo, el “Hacha” mereció el respeto de mucha gente que fue a la cancha a verlo, sin ser de Talleres, pero sí respetuosa de los buenos jugadores de fútbol. Él a su manera, con una editorial escrita con tinta de potrero, puso su sello inolvidable para dejar en claro que siempre es importante ganar. Pero no de cualquier manera.