La conmemoración de otro 2 de abril nos pone sensibles: la historia de Malvinas es paralela a la indiferencia que le ofreció gran parte del país a lo que pasaba en el Atlántico Sur. La rendición argentina en las islas fue casi simultánea al debut de Argentina en el Mundial de España 82.
El fútbol, tan medular en la vida de los argentinos, siempre tiene que ver con lo que nos pasa. No solo porque nos refleja culturalmente en esa relación tan especial que supimos construir entre la picardía y la trampa, sino porque lo que ocurre en una cancha puede proyectarse a otros ámbitos y lograr que la realidad duela menos. Anestesiarla, al menos.
Así en el fútbol como en la vida, la llegada de cada 2 de abril nos deja la pelota picando frente al arco, lista para que anotemos ese gol que tenemos atragantado por lo que pudimos no quisimos defender desde 1982: la memoria y la justicia.
El recuerdo de Malvinas pretende sanar una vez al año y ahora es el momento. Después, lo acomodaremos a un costado para que no moleste, mientras las noticias regarán el día a día con los temas verdaderamente importantes: Gran Hermano, la inflación, lo mal que juega Boca y cuánto le falta a Wanda Nara para tener un nuevo objetivo.
Habrá himnos, carteles, medallas y algunas lágrimas. También abrazaremos a esos sesentones que se visten de soldados y disfrutarán de un aplauso efímero en alguna cancha, pero nada más. Que se olviden hasta el año que viene. Igual que los políticos en las inundaciones, quienes sacan los colchones, las zapatillas y las frazadas para repartir poniendo cara de póker desde un helicóptero. Después guardarán todo hasta que la miseria vuelva a presentarse mojada.
Era en abril
La mañana del viernes 2 de abril de 1982 saludó con un sol tibio e inusual en Río Gallegos, la capital nacional del viento. Ni una brisa había ese día… La ciudad se llenó de autos que hacían sonar sus bocinas, mientras la gente salía con banderas y los alumnos de las escuelas ganaban las calles con ánimo celebratorio, aunque pocos sabían por qué: Argentina había desembarcado en las Islas Malvinas, en un intento heroico (y disparatado) de recuperarlas.
Desde ese día, en la capital de Santa Cruz hubo un intenso movimiento de tropas y aviones; allí, como en Comodoro Rivadavia y casi todas las ciudades de la Patagonia, la guerra fue cosa seria. Hubo oscurecimientos obligatorios, toque de queda, angustia, miedo y mucha incertidumbre. A la mañana, desde el aeropuerto salían 10 aviones rumbo a la acción contra los ingleses (y asociados) y durante el día solo volvía la mitad, en un inventario que lastimaba el alma…. Nada de ir al almacén a las 10 de la noche: en las esquinas los soldados montaban guardia vestidos con ropa oscura y los rostros pintados. Si te veían, te mandaban a la cucha urgente.
La manipulación de la información nos hizo títeres de una decisión militarmente absurda, que le costó heridas profundas a la patria comprometida e inocente. Nunca supimos realmente lo que estaba pasando, hasta que todo terminó 74 días después.
Tinta negra
El 13 de junio de 1982, mientras se preparaban las lapiceras que firmarían al día siguiente la rendición en Malvinas, Argentina perdía 1-0 contra Bélgica en la nochecita de Barcelona, por la Copa del Mundo. Los triunfos posteriores (4-1 contra Hungría y 2-0 frente a El Salvador) y las derrotas (1-2 ante Italia y 1-3 a manos de Brasil) fueron absolutamente anecdóticos, en una realidad que nunca pudo aliviar lo que nos estaba pasando miles de kilómetros al sur. La tinta, de puño y letra de los generales Mario Benjamín Menéndez y Jeremy Moore, pudo mucho más que los pantalones cortos de Fillol, Olguín, Galván, Passarella, Tarantini, Ardiles, Gallego, Maradona, Kempes…
Hoy, 43 años después, nos toca convencer a nuestros hijos y nietos, sobre la certeza de algo que resulta imposible de aceptar y entender: mientras nuestros chicos dejaban huellas de sangre en esas tierras heladas y ventosas, el resto del país siguió su vida como si nada. Bares, restaurantes, boliches, la noche y la farra, nunca se desactivaron, en Córdoba, Buenos Aires, Rosario… como si la guerra hubiera sido una ficción de la televisión que podíamos apagar para entretenernos de nuevo al otro día.
Ahora y siempre, nos debemos el homenaje a los que fueron y volvieron con cicatrices (en la piel y en el corazón); a los que se quedaron allá como guardias eternos en esos silencios que aturden; y a los millones que salimos a la calle a cantar por un país que necesitaba épica y ofreció el más cruel de los destinos: el olvido y la indiferencia.