La reapertura de las canchas para el ingreso del público dejó en claro, una vez más, que el fútbol es un capital social, siempre tentador, en el que millones de personas les confieren a unos pocos, el privilegio de inventar la felicidad.
La vuelta del público a las tribunas de los estadios le dio color intenso a dos temas que son absolutamente argentinos: la terapia que significa el fútbol como producto en una sociedad que necesita producir y consumir pasión, y la ya sabida cultura de la transgresión, que nos impulsa a ignorar reglas y límites. La presencia popular fue sanadora, aunque perdamos aceite en muchas cosas: si no hay gritos o cantos, si las emociones no son en vivo, es un deporte helado que camina inexorablemente hacia lo mecánico y la distancia afectiva.
No se trata de analizar aquí otros temas que forman parte de la gran foto de estos días y que naturalmente nos preocupan: ¿con qué criterio ingresa la gente a la cancha? ¿quién les enseñó a sumar los que dicen que había un 50% de la capacidad? ¿de qué sirven los organismos de control si no controlan? El objetivo es destacar la temperatura social que tuvo en estos días, la posibilidad concreta de ver tribunas con caras, seres humanos, corazones a mil, en un país que tiene urgencias sociales de una gravedad extrema, pero que late en función del fútbol. ¿Será por eso (lo de la gravedad extrema) que justo ahora abren las puertas de las canchas?
El rediseño del paisaje en torno a los partidos nos recuerda que el fútbol no es de los periodistas, por más que llenemos los espacios hablando de asuntos tan complejos como si quiso tirar el centro o le apuntó al ángulo. Tampoco deberían sentirse dueños los dirigentes, ni los que lucran en ese universo que genera dinero por todos lados y atrae oportunistas desde que 1+1 es 3. ¿Acaso los jugadores pueden reclamarlo como propio? Ellos son profesionales y viven con la valija en piloto automático; algunos dirigentes dejan el alma en los clubes pero indefectiblemente se van; los periodistas primero fuimos hinchas y ahora nos toca ubicarnos en un espacio contemplativo a veces influenciados por los estados afectivos (somos casi humanos, ¿no?).
Podremos ver a Messi en canchas perfectas, pero nunca será más romántico que escuchar cuando el 3 le pega a la pelota, aunque la tire afuera, porque ese ruido será como música para el alma.
Lo que sabemos es que el propietario más genuino, más legítimo, intelectualmente más puro que tiene el fútbol es el hincha, el que se aferra a una camiseta y no la cambia nunca más en la vida. Desde el punto de vista de la pasión (no del negocio), el único que siempre está es el hincha: sufre si al equipo le va mal y le explota el corazón si las cosas andan bien. Que quede claro: los que menos derecho tienen en esta historia son los barras, los matones y los profesionales del aliento. El foco se pone en el hincha del corazón, el que lo concibe como una usina de situaciones emotivas y entiende claramente que el sufrimiento es parte del todo, pero nunca para acercar las diferencias a la violencia.
El espíritu del fútbol es de la gente. Ese espíritu germina en el potrero, en la esquina, en la oficina y en el taller. Subís a un taxi y el conductor ya sabe todos los títulos del día y, si lo apurás un poco, tiene más archivos mentales que el entrenador de la selección. Termina un partido de profesionales y en las escaleras, buscando la salida, sólo hay que abrir el radar: esa caminata (rumorosa cuando el equipo propio ganó y silenciosa si está en default de goles) es una vertiente de diálogos y reflexiones que ayudan a entender la otra parte de la mirada general, que pretende abarcar la inmensa cantidad de situaciones que se relacionan en un partido. La televisión te va a decir que “tal tipo” corrió 16 kilómetros y saliendo de la cancha uno va a retrucar “sí, pero de qué sirve si le da la pelota a los contrarios”… O cuando los nuevos analistas científicos ponen sobre la mesa que un futbolista dio el 80% de pases bien: seguro salta otro que mete un contragolpe feroz… “¿Pases bien? Sí, todos para atrás o metió algún pase-gol? Andá…”.
Es cierto: ver tanta gente en las canchas encendió las alarmas, de la misma manera que ocurrió al pasar frente a un bar, o ver tsunami de turistas acá y allá, y todo lo que ya sabemos.
Definitivamente, algo nos pasa como sociedad que el fútbol nos resulta indispensable y nos refleja como nada. Hay una lógica que no resiste análisis. Si algo hemos aprendido en todos estos meses de amores asépticos de piel, es que somos un pueblo de pasiones y si no encontramos el marco para desarrollarlas, la vida no es igual.
Ningún televisor o cerveza helada, control remoto en mano, le gana al olor a mandarina y al humo del choripán, porque no es una cuestión de ver lo que pasa desde la comodidad de una casa, sino de la sensación de que podemos tocar la realidad y discutirla. Podremos ver a Messi en canchas perfectas, pero nunca será más romántico que escuchar cuando el 3 le pega a la pelota, aunque la tire afuera, porque ese ruido será como música para el alma y nos dejará jugar con la imaginación de que somos nosotros los que estamos ahí.
En Argentina, el fútbol es un derecho adquirido. Es un capital social, siempre tentador, en el que millones de personas les confieren a unos pocos, el privilegio de inventar la felicidad. Se juega adentro de una cancha pero activa una maquinaria inconmensurable porque se lo respira todos los días en todas las dimensiones. Por eso, ver de nuevo personas en las tribunas es un hecho reparador, de alivio, que nos reconcilia con lo que somos. Estar ahí, tan cerca (aunque lejos), nos ayuda a creer que somos parte y sentirnos así es el camino más corto para vivir mejor.