Las fotos del estadio Malvinas Argentinas, de Mendoza, con la figura de las islas tapada, son una puñalada que costará sanar.
La guerra de Malvinas no es una causa más, ni una fecha decorativa en el mapa emotivo que nos enciende como país. Ir a pelear contra los ingleses (y sus amigos), allá por 1982, forma parte de la interminable secuencia de episodios que pusieron a prueba nuestro honor y dejaron al descubierto hasta qué punto los que gobiernan el país con capaces de decidir locuras.
Ni cabe analizar quién nos ganó o cómo, porque la guerra, como concepto, es algo inaceptable, por más que se trató de un reclamo justo sobre un territorio que nos pertenece. Si a esa lucha desigual se la plantea contra profesionales, condenando a nuestros muchachos a defenderse con un alambre y dos palitos, definitivamente es un hecho (in)moral.
Tenemos la obligación de contarles a nuestros hijos de qué se trató. Malvinas duele en la piel y en el corazón. Nos corresponde honrar la dignidad de los miles de compatriotas que fueron y la vida de los casi 700 que no volvieron, más las decenas de argentinos combatientes que no soportaron lo que vivieron en las islas y eligieron irse, al infinito y más allá, para terminar con tanto sufrimiento.
Desde entonces, se recuerda Malvinas con compromiso dispar. Mientras se sostiene la memoria identificando avenidas, plazas y monumentos que rinden homenaje a aquellos valientes, también nos encontramos con un extraño fenómeno: cantamos la marcha cada 2 de abril, repartimos medallas, aplausos en las canchas y algunas lágrimas. Los excombatientes son héroes por un día: cuando las luces del 2 de abril se apagan, vuelven a su condición de hombres grises hasta el año siguiente.
De todo eso se trata… Entonces, nos damos contra un paredón: en Argentina, desde los dirigentes de la AFA hasta los representantes del poder político, aceptan cosas que son asombrosas… o no tanto. En oportunidad del Mundial de Fútbol Sub 20, que nuestro país recibió de urgencia ante la deserción del organizador designado inicialmente, se aplica la orden de la Fifa de omitir cualquier mención (nombres) o imágenes que pudieran generar algún tipo de conflicto entre países. Hace unas semanas, desde la AFA y el Gobierno Nacional lo negaron de manera enfática. Y hasta hubo oradores de turno que sacaron pecho en la defensa de la soberanía nacional…
Las fotos del estadio Malvinas Argentinas, de Mendoza, con la figura de las islas tapada, son una puñalada que costará sanar. Solo para recordar: en 1982, mientras se disputaba la guerra, la selección argentina jugaba el Mundial de España 82. En forma simultánea. Está claro que hay intereses que se proyectan por encima de lo que nosotros, desde el llano, consideramos importante. ¿Qué pensarán en la AFA y en el Gobierno de Mendoza que es la dignidad? ¿Cuál es el límite del sometimiento? ¿Qué sigue ahora? ¿Cambiar el color de la bandera, prohibir el himno o pedirle a Messi que ante Inglaterra juegue mal?
Al riesgo de pisar y resbalar, el poder político eligió la peor de las trincheras: la ausencia. Ni una palabra. La posición invisible libera de la exposición y la responsabilidad de hacerse cargo de las consecuencias. Tal vez, superados por el pudor, prefirieron no decir nada y mirar para otro lado, como perro que volteó la olla.
El país de los campeones del mundo también es el de los dirigentes que tienen doble vara. Ofender a Malvinas y a sus referentes no se repara con un mensaje en las redes sociales, que seguramente estará siendo redactado. Mientras tanto, el espectáculo debe continuar.