Belgrano celebró contra Instituto un triunfo tranquilizador en los números, pero con un juego errático que multiplicó las dudas que los hinchas vienen masticando desde hace rato. La tabla lo muestra arriba cómodo, pero en la cancha el funcionamiento no dejó conforme a nadie.
Desde hace algunas décadas, el fútbol argentino viene considerando legítimo aspirar a resultados subestimando los procesos. Un gol más que los demás, sobra. Si los jugadores tiran la pelota a la tribuna, o hacen tiempo, o mienten; o si son incapaces de dar dos pases seguidos bien, no importa: el triunfo anestesia los cuestionamientos y presenta el barro como si fuera oro. Ni siquiera ver las tribunas repletas, con miles de personas transfiriendo a los jugadores la esperanza de llevarse una alegría a lo largo del país, parece detener la caída sostenida que nos quita el aire y apaga los colores del fútbol que supimos tener.
Como si fuera posible ganar sin prestarle atención a todos los aspectos que hacen que un equipo sea superior al otro, hoy vemos cómo la mediocridad se refleja con una crudeza absoluta en el nivel de juego general: desde el momento en que se convirtió en “ley” el hecho de pretender resultados aislados de los méritos, empezamos a cortar camino, saltar etapas y familiarizarnos con la posibilidad de acomodar el discurso a partir del resultado.
Es grave que tengamos partidos feos aunque parece irreversible. Pero más grave es que nos resignemos a una derrota conceptual contra la maquinaria que instala la idea de que para ganar, no es necesario jugar bien. Es una trampa y hemos caído en ella.
Jugar lindo y jugar bien
Que quede claro que a Belgrano nadie le regaló nada. Llegó a ser el puntero con lo que tuvo y lo dejaron tener. En un campeonato que nivela para abajo, jugó una primera ronda avasallante, con un arquero de 7 puntos promedio, una defensa sólida, buena capacidad de juego y organización en el medio, y la vigencia indeleble de Vegetti y asociados arriba. Por eso y porque se valió del andar irregular de los que quisieron seguirle el ritmo, lleva un montonazo de fechas puntero. O sea, no es casualidad. Los hinchas saben que Belgrano ganó varias veces sin lucirse haciendo valer las credenciales: defenderse bien y tener gol, le abrió muchos partidos que parecían complicados. ¿Vale la pena detenerse, una vez más, en las diferencias entre jugar lindo y jugar bien?
La cuestión es que, desde hace meses, el funcionamiento no mejora, repite y profundiza las debilidades y las fortalezas de otros tiempos ahora se han moderado. Por la necesidad de confirmar sus méritos ante un adversario calificado como la Gloria, Belgrano tuvo todas las cámaras del país para probar su poderío. ¿Y qué ofreció? El Gigante reventó de gente y puso en escena una fiesta maravillosa, pero el fútbol que mostró el equipo fue de una limitación alarmante: media hora antes del final, con el 1-0 cocinándose a fuego lento, Guillermo Farré “cruzó un bondi” delante del arco de Nahuel Losada y apostó a una resistencia que se redujo al peor escenario, porque cada pelota fue un trauma.
No es una cuestión estética, sino de concepto: todos esperábamos mucho más de los dos, porque Instituto tampoco ofreció demasiado. Pero al puntero le tocaba elaborar un triunfo que debió ser disciplinador y apenas se redujo a un mar de angustias y sustos, porque no se le cayó una idea…
Belgrano ganó sin que le sobrara nada, aferrado a aquella idea que algún trasnochado repite en las esquinas: “lo importante es ganar”…. ¡como si fuera posible olvidarse del resto! Por supuesto que ganar es importante, pero ganar con autoridad no está prohibido y es hasta necesario, mientras atestiguamos el estancamiento en la calidad de su juego, como una luz de alerta que brilla desde hace rato.
La generosidad del destino ofreció otro regalito, tanto para Belgrano como para la Gloria: a partir del empate de los que vienen más atrás, los dos cuentan las monedas para ver cómo administrar lo que tienen, de cara al cierre de un campeonato que los tiene como protagonistas centrales.