El tipo intuyó que era su momento y tomó la decisión mientras entraba al área, por atrás de todos: le pegó como venía, de primera, sin concesiones ni piedad. Confiaba en que su latigazo seco haría viajar la pelota hasta el segundo palo para meterla en el ángulo, con el arquero tieso como un cono… No tuvo en cuenta que sus avales andaban flojos de papeles, porque no se entrenaba nunca, tampoco tenía una pegada prodigiosa ni era un iluminado para definir así. Eso sí, lo que le faltaba en sinceridad le sobraba en imaginación y, sobre todo, en esperanza. Su figura, escasamente atlética, lo condenó a un movimiento desajustado y, al final, la pelota fue donde tenía que ir: al patio de una casa, muy lejos del ángulo soñado y demasiado cerca del vidrio de la ventana….
Cuando estaba sacándose los últimos yuyitos de la boca después del aterrizaje forzoso a un costado del arco, levantó la vista buscando dónde había caído la zapatilla que perdió en la pirueta. Mirando hacia el cielo, imploró como un ruego, como una súplica, pero también reclamando “justicia”: “aunque sea dejá que una me salga bien”. Y volvió al medio de la cancha, para empezar a construir una nueva jugada en su cabeza (y en su corazón).
Allí, acá y en todos lados, definitivamente el sentido de la esperanza es movilizador.
La medalla que sana y alivia
Arrodillado, explotando de emoción y abrazado por el espíritu de los grandísimos jugadores que pasaron por nuestra selección, Lionel Messi pudo (por fin) ponerse esa medalla que le faltaba. El futbolista argentino con más títulos en toda la historia, el inspirador de millones de niños (y no tanto), el ídolo al que casi no se le conoce la voz, el jugador indescifrable que jamás es tapa por un conflicto o una declaración, el multimillonario que anda en avión propio y es considerado el mejor del mundo, lloró como un chico. Ofreció lágrimas que brotaron desde su corazón y fueron acariciando esas mejillas que los exitistas viven llenando de cachetazos.
¡Su alegría fue y será la de tantísimos argentinos que querían verlo bien! Por él, por lo que genera, por el amor incondicional que produce verlo salir de su castillo de cristal para exponerse. También para desconectar el micrófono de los que llevan años juntando veneno en su contra y lo han acusado hasta de pecho frío. Aunque su violín sonara solo en el desierto, la culpa siempre era de Messi…
Desde su mundo de perfección material, Messi no dijo una palabra en palabras. No hizo dedicatorias obscenas ni se tomó revancha con algún dueño de la verdad. Habló con gestos, con un concierto de emociones dando cátedra mientras se arrugaba en el pasto y le llovían los abrazos.
Sabemos que ningún remate de Lionel cae en las afueras del Nou Camp ni amenaza las ventanas de las vecinas, porque conocen cada ángulo de los arcos. En vez de románticas zapatillas gastadas, Messi usa botines con su nombre y una banderita argentina que impone el celeste y blanco sobre una textura dorada inmaculada. Sus millones siguen llenando bancos… Sin embargo, desde su condición de muchacho terrenal, el sentido de la esperanza fue movilizador por esa sensación de asignatura pendiente, de algo más por hacer, de tener todo que en realidad era “casi todo”. Esa esperanza le recorrió el alma y lo sostuvo de pie, por ese objetivo que por fin pudo alcanzar. Grandeza, que le dicen. Y bien humana.
Emociones que sanan y fortalecen
La versión del fútbol sanador, una vez más, se presentó como una editorial contundente porque surtió un efecto integral (aunque efímero): acercó a la gente, liberó sonrisas y descomprimió tanta angustia y tristeza.
La consagración argentina en la Copa América inyectó ánimo y reforzó las defensas en el corazón de millones de personas que no la están pasando bien. El buen ánimo cura, blinda, protege, eleva las defensas.
El fútbol, el opio de los pueblos, el que anula, el que hipnotiza y es un botín codiciado por el poder asombroso que ejerce desde la pasión, se puso a la par las vacunas para remar juntos: no es que el Covid se haya ido, pero una persona feliz ofrece una mayor y mejor resistencia.
Vivimos en tiempos donde no sobran las alegrías y cuando aparece una así, tan mayúscula y conmovedora, entendemos por qué somos un pueblo que se reinventa y sobrevive a las miserias éticas y morales: no nos sostiene el dinero, ni el lujo, ¡mucho menos la credibilidad! Estamos de pie por la esperanza. Por la necesidad de aferrarnos a esa posibilidad de abrir la ventana para que entre el sol de una vez y para todos. Aunque el éxito sea algo excepcional, acá estaremos buscando cómo configurar el GPS y dar con esa ruta bendita que nos permita ver la luz como país. El fútbol no va a solucionar ningún problema medular, pero esta alegría alivia, acaricia y nos devuelve la capacidad de encontrar oro en el barro.