Pucha que me duele tu muerte, Morro querido.
Una 22 en la sien. Vaya a saber cuántas cosas gritaste sin que te escucharan. Porque así eran tus goles, Morro querido, un desahogo. Como que cada vez que la mandabas a guardar descubrías que podías estar vivo.
Como grandetero de ley, siempre te he hecho parte de mi familia. Eras el que no fallaba. Quizás no tuviste una temporada de moda como el Ciruelo Piaggio, el Burrito Martínez, Martín Morel o Mancuello, pero estuviste siempre. Ninguno de nosotros podía aventurar un equipo sin tenerte en cuenta. Y en el fondo creo que vos la metías para no defraudarnos. Es más, cuando tus cuitas con la vida te hacían errarle al arco, vos avisabas. Y entonces nosotros, los atentos, tomábamos notas. “Este finde, el Morro al banco”. Un banco suizo. Cuando depositábamos en vos, los puntos venían. Siempre acompañados de esa catarsis tan tuya en el alarido del gol, de las tristezas.
Dicen que en el cielo los ángeles también juegan al fútbol y que hay un equipo de mitad de tabla al que le hacía falta un goleador. Por eso te habrás ido. Dicen que en el cielo los compañeros no gritan los goles de otro. Simplemente los escuchan, los abrazan, los contienen. Acompañan la sonoridad con el respeto de los que entienden.
De seguro has ido a parar por ahí. Mierda, te metiste una 22 en el medio del cráneo. En esta tampoco fallaste. Pero ese agujero preciso también va a acompañarnos a los que te queremos. El hueco que hacen las cosas y los hombres que decidieron no volver más.