Un padre desesperado que lleva en brazos a su hija con cáncer. La imagen te ata un nudo en la garganta. Era una foto, se hizo dibujo y se ha convertido en un ícono de la pandemia argentina. No sólo de la pandemia de coronavirus, sino también del extremo celo que pusieron las autoridades para hacer respetar unas reglas de prevención que muchos de ellos no cumplieron.
Un padre de espaldas que marcha con su hija enferma, un instante por el que parece estar escurriéndose la vida misma, como se escurrió la de tantos argentinos que se nos fueron en este año maldito sin que sus seres queridos puedan despedirlos. Al menos ese es un instante de comunión fraternal.
Uno imagina los ojitos de Abigail mirando el rostro abatido de su padre, las lágrimas mezcladas con las gotas de sudor. Sólo pensarlo te parte el alma.
La imagen de la frágil pequeña recostada sobre la urgencia de su papá es una síntesis inmejorable de lo que nos pasó a los argentinos con la cuarentena, el aislamiento y el distanciamiento, como quieran llamar a la continuidad de prohibiciones a las que fuimos sometidos.
El pobre hombre de la foto con su hija a cuestas ya no viene de frente como en una imagen épica donde el salvador se enfrenta a un futuro mejor. No es un Eternauta que viene a salvar al país y al mundo. Está de atrás y se aleja, porque el Estado que debería protegerlos a él y a su niña les ha dado la espalda.
Por todo eso, mal que les pese a quienes no les guste mirarla, la imagen de Abigail cargada por su propio héroe se ha convertido en un ícono, en un tatuaje imborrable que aglutina como en un sólo verbo exacto los desaciertos gubernamentales con la conmovedora fuerza con la que millones de argentinos han afrontado uno de los peores años que les haya tocado vivir en su historia.