Somos privilegiados aquellos que tenemos la oportunidad de disfrutar de un jugador de fútbol como Lionel Messi. Aunque no siempre esté bien rodeado en la cancha, aunque el nivel de juego de la selección le proponga remar en dulce de leche, aunque su velocidad mental y física no tenga correlato entre sus compañeros. Incluso, aunque en el imperio de la patria futbolizada en la que vivimos, aunque le exijamos más a él que al Ministro de Economía.
Messi tiene la capacidad de proponer siempre la solución más simple al problema más complejo. Y sobrevive como un caballero a la pasión absolutamente argentina de encontrarle el defecto a todo: ahí andan algunos queriendo compararlo con Diego Maradona, como si la grandeza de uno fuera en menoscabo del otro… Jamás, Messi le dio de comer a los que le ofrecen tapas sensacionalistas, en sus diferentes formatos: él juega al fútbol y enamora. No vende humo, ni rompe corazones, ni lesiona a nadie. Pide la pelota y juega.
Hablemos de fútbol
Ver fútbol siempre es una invitación al debate. Lo vemos tan diferente como cantidad de habitantes somos en este bendito país, en el que los sabelotodo brotan como por arte de magia. Sabemos de salud y discutimos por las vacunas hasta con los médicos; aprendemos derecho en el bondi y ya nos sentimos sólidos para evaluar el destino legal del Pato Cabrera; o nos sentamos a tomar un vino con un escritor y nos levantamos de la mesa creyendo que ya somos escritores también. La diferencia entre discutir de todo eso y hacerlo sobre fútbol es que, posiblemente, todos disponen de una alta dosis de información, que recibe el anabólico de la pasión.
En ese contexto, hablemos de fútbol. ¿Qué significa Lionel Messi en un equipo de fútbol discreto, que hace rato no levanta un trofeo? ¿Existe un hilo rojo que conecta al rosarino con Diego, en el sentido de que a veces sentimos que futbolísticamente no los merecemos? Maradona en su momento, con su destreza, liderazgo y sangre caliente inigualables, y Lionel ahora, más calculador, supersónico y vertical, edifican un mensaje en términos de juego, que resulta toda una editorial: un pase, una descarga o un toque / devolución, destraban el juego, abren espacios y simplifican los laberintos en los que sucumben aquellos que no tienen otra posibilidad que correr y seguir corriendo.
El tema es que somos adictos a Messi. Su presencia en la cancha es lo más parecido a la esperanza aunque también a la resignación. Cabe preguntarnos, sin ninguna certeza en la respuesta: ¿qué nivel de juego tendría Argentina sin Lionel en la cancha?
Hacedor de milagros
Messi nunca se esconde. Argentina ataca por derecha y el embudo conduce a él. La pelota viene a los tropiezos desde el centro del campo y el embudo conduce a él. O si se avanza por la izquierda, el embudo conduce a él. Lo mismo pasa si la tienen los centrales: el embudo conduce a él. Y cuando la pelota le llega, casi todos los demás se desconectan. Se desentienden. Esperan el milagro, la jugada que desafíe a la física, la genialidad.
Desde la fiaca intelectual que le produce a Argentina como equipo tenerlo ahí, Messi aplica aquello que aprendió en Barcelona pero desarrolló desde su espíritu superador: la simpleza, la geometría, cortar camino, moverse siempre, activar la circulación de la pelota para abrir al rival, enfrentar mano a mano sin ser glotón de la pelota. Si hay que esconderla, se la esconde; si hay que encarar, pues se encara; si hay que despertar a sus compañeros, les pasa la pelota y se la recibe al instante.
El arte de la conducción del juego, que no ofrece estridencias ni melenas al viento, es ejecutada por Lionel Messi con toda la valentía y el compromiso propias de un jugador como él, del que se espera absolutamente todo: asume la responsabilidad de que el 99 por ciento de los avances del equipo argentino pasen por sus pies, a ver si desde ahí se crece. Él deja en claro que una cosa es avanzar y otra, muy diferente, es atacar.
Ser felices
Tan importante, tan determinante, tan necesaria es su participación, que desde hace tiempo los entrenadores que lo dirigen en la selección han prescindido de la generación de juego. ¿Total? Lo tenemos a Messi.
El asunto es que hoy, en esta selección modelo Scaloni se arrastra un vicio operativo que viene presentándose desde hace mucho: en el juego del equipo, no surge algún movimiento concreto para darle cierto descanso creativo al crack y liberarlo, aunque sea de a ratitos, de la obligación de ser Superman de pantalones cortos.
Es cierto: tenemos a Messi y hay que optimizar sus prestaciones. Como pasó con Diego. Pero nos está costando administrar ciertas emociones al juzgarlo y disfrutarlo. ¿Messi es un fracasado porque en un bar hay dos tipos que gritan que nunca “ganó nada” con Argentina? ¿Cuál es el límite de nuestra exigencia, cuando le toca jugar con entrenadores que se limitan a diseñar circuitos de juego para que la pelota siempre termine en su radar? ¿Prestaron atención qué pasa en el campo cuando recibe la pelota? ¿qué hacen los compañeros?
Por algún motivo que los sociólogos podrían explicar mejor, sentimos que nos corresponde el derecho de ser felices y proyectamos ese estado de insatisfacción al fútbol. Le pedimos al fútbol que nos haga felices porque “lo merecemos”. Ese merecimiento ¿desde qué lugar se argumenta o justifica? Entonces, a Messi ¿qué le vamos a pedir, sino precisamente eso? Queremos y tenemos el derecho de ser campeones. Y si es goleando a Brasil, mejor.
Mientras tanto, en el planeta fútbol, hay un petiso que la rompe y juega para nosotros. Rompe todos los récords que le pongan adelante pero no se le conoce la voz, porque habla con su juego, con sus botines y su imaginación. Desde el espacio terrenal en el que lo admiramos, nos permitimos rendirle un tributo, que revela todo lo que necesitamos de él: “Messi, no te resfríes nunca”.