No se puede desvincular el fútbol de todo lo que pasa en su entorno. Belgrano perdió 1-0 contra San Martín en Tucumán. Un rato antes de comenzar el juego, mataron a un hincha del club tucumano.
El fútbol, como fenómeno social y cultural, pone a los seres humanos del tercer mundo en el que vivimos, en situaciones emotivas y afectivas límites. Saca lo peor y lo mejor de nosotros. Nos tienta con alegrías efímeras (que a veces son sanadoras) y también suele sorprendernos con miserias que nos parten al medio. Entre las lágrimas de alegría y de tristeza, hay un paso. Los abrazos con desconocidos curan y cicatrizan las peleas que brotan por todo o por nada. Por un triunfo o una derrota; por un gol que no fue, un fallo discutible o un pase equivocado que derivó en una pepa de los otros. La misma persona que pone su corazón a consideración de las emociones por un equipo, un segundo después no tiene filtros para insultar y agredir.
En ese caldo de cultivo, exacerbado por un discurso que le hace creer a la gente que hay partidos de “vida o muerte”, jugaron San Martín de Tucumán y Belgrano, en un hervidero repleto de hinchas del club norteño. Que no quepan dudas: en Córdoba, Buenos Aires o donde fuera, si a un chiquillo de 10 años le enseñamos a cantar “te vamos a matar”, pues el chiquillo alguna vez creerá que eso es lo correcto y estará dispuesto a hacerlo. Porque en nuestro país, según la ingeniería mental de los energúmenos que gobiernan las tribunas de las canchas, la violencia late y se libera con muy poco.
Lejos pero cerca
Da pudor hablar de fútbol, cuando un rato antes del partido, a unos metros de la cancha le volaron la cabeza a un tipo. En el esfuerzo por despegarlo, salimos a aclarar que, según parece, fue por un tema ajeno a lo deportivo: un disparo en la nuca resolvió vaya a saber qué bronca o diferencia existente entre gente que vive con las balas a mano. O sea, no fue que se trenzaron porque uno aplaudía al 4 y el otro lo insultaba: fue a dos cuadras, aunque nunca es lo suficientemente lejos.
Si es cierto que el fútbol se parece tanto a la vida y la refleja, en este caso la relación se fortalece: el show debe continuar. Hay que hacer a un lado el muerto y guardar las vergüenzas hasta que haya otro cadáver para inventariar. Aunque el problema tenga un escenario ajeno a la cancha, hace doler porque muchos de los delincuentes que sacan pecho afuera encuentran adentro del fútbol los entramados para ser invisibles, vivir, parasitar y contaminar.
Entonces, nos llenamos de preguntas… ¿Debió suspenderse el partido? ¿Hubiera solucionado algo que lo suspendieran? En esa misma cancha, en 1993, los barras de San Martín le arrancaron la vida a un pibito cordobés que fue a Tucumán para ver a Talleres y ligó un tiro en el pecho. Aquella vez, como ahora, se nos vino encima la certeza de que esto nunca cambiará y continuamos el lento e inexorable proceso de degradación.
El fútbol se acostumbró a la muerte y convive con ella. No asusta. Tanta imperfección nos anestesió y determinadas situaciones resultan indiferentes: ya no nos sorprende que a los jugadores los escupan, o al arquero le tiren orina, o que vuele un cascote buscando una cabeza para abrir. También es parte de ese folclore de orcos, que le revienten el vidrio al bondi de los otros…
Posiblemente, nada hubiera cambiado si el partido no se jugaba. La sangre del muerto seguiría pintando el asfalto y los desaforados que fusilaban a pedradas a la policía estarían allí, divirtiéndose, a ver quién lograba meterle un ladrillazo en la frente de un “cana”, mientras los policías metían cuetazos al voleo… En el mundo en el que (sobre)vivimos, todo se mezcla en un caos que aturde y lo irrelevante pasa a ser vital. Rápido, el presidente de San Martín (Rubén Moisello) salió a aclarar las cosas: “El partido se juega, no porque sea más importante que una vida. Hemos preparado una gran fiesta para hoy”.
¿Cuál era la fiesta, señor presidente? ¿Qué entiende por fiesta? En la cancha de San Martín, como en la de Belgrano, Boca y mil más, está prohibido perder porque si eso ocurre, es legítimo empezar a romper cosas. No hay silencio que hable más, que el de los que deben ofrecer soluciones y siguen mirando para otro lado.