En el desarrollo del proyecto participó el investigador Fernando Farfán, doctor en Ciencias Biológicas y director del área de Ingeniería Biomédica de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT).
Una mujer de 57 años, que había quedado ciega desde los 16 a raíz de una septicemia, comenzó a distinguir formas y puntos luminosos en su campo visual mediante un mecanismo por el cual fue estimulada con electrodos la zona del cerebro encargada de la visión, y donde jugó un rol preponderante saber cuantificar la emoción de esa persona al comenzar a ver.
En el desarrollo del proyecto participó el investigador Fernando Farfán, doctor en Ciencias Biológicas y director del área de Ingeniería Biomédica de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), quien se unió a la investigación encabezada por la Universidad Miguel Hernández de Elche, de España, mediante una beca del Conicet a través del programa “Jóvenes Investigadores”.
Farfán, quien se desempeña desde hace 13 años como docente en la UNT, señaló a Télam que “es la primera vez que se realiza este experimento en humanos” y que en enero o febrero del año próximo “se volverá a repetir con otra persona no vidente”.
La experiencia, que duró entre abril y octubre de este año, involucró a Bernardeta Gómez, quien quedó ciega a los 16 por una septicemia -respuesta abrumadora y potencialmente mortal del cuerpo a una infección y requiere una intervención rápida-, pero que con la ayuda de un implante cerebral resultó ser capaz de distinguir formas simples y letras.
“Bernardeta no tenía ninguna sensación de luz en ninguno de sus ojos, sí tenía conciencia y sabía qué son los colores. Se le insertó un electrodo dentro de la corteza cerebral y comenzó a ser estimulado a través de una lente que hizo de retina y que fue colocada en forma externa junto a un microprocesador”, detalló Farfán.
El investigador reveló que, a medida que la lente recibía esa información de luz, “comenzó a enviar señales previamente decodificadas al electrodo, y cuanto más intensa era la señal, más puntos luminosos o ‘fosfenos’ comenzaba a visualizar la persona”.
Todo este proceso duró seis meses. En los primeros tres, Bernardeta no percibía señales visuales, pero, a medida que el cerebro fue reentrenado, los puntos luminosos comenzaron a adquirir formas de líneas y ella empezó a ver las formas redondeadas o cuadradas, así como también algunas letras.
“Cuanto más impulsos o más intensa sea la señal que se envía al electrodo, la persona podrá ver formas más complejas como una silla. Pero el tema es que al enviar mayores impulsos se puede dañar alguna arteria porque se trata de un procedimiento invasivo”, indicó Farfán.
El investigador detalló que al aprobarse esta prueba clínica “se acordó que al quitarle el electrodo, la persona vuelve a quedar como estaba antes, por lo que el dispositivo aún no está desarrollado para que permanezca en forma permanente”.
Esta misma prueba, otras universidades de los Países Bajos y Estados Unidos, la realizan en monos y allí los animales perciben formas y objetos más nítidamente, pero trasladarla al ser humano es mucho más complejo, porque no sólo está en juego la compatibilidad de su sistema nervioso para no rechazar el electrodo sino que juegan también sus emociones.
Y es allí es como se unió Farfán al equipo de investigadores ya que el biólogo realiza estudios en la Universidad de Tucumán para cuantificar esas emociones, lo que permite medir cuán eficaz es el desarrollo tecnológico en sí mismo y cuánto está dado por las ganas y las emociones de la mujer en volver a ver.
“Había veces que Bernardeta nos decía que veía los puntos luminosos pero el estímulo que se le estaba dando era muy bajo, por lo que era imposible que pudiera visualizar punto alguno. Esa era mi tarea y allí es donde se abre un campo muy importante de la medicina que es la neurociencia”, destacó el investigador.
Farfán indicó que la indagación en la paciente pasó por saber cómo es el proceso de toma de decisiones, cómo interviene el estrés y la ansiedad en la conciencia de un individuo, y cómo influyen estas emociones en la cura o la aparición de las enfermedades.
A ello se lo llama “percepciones espontáneas” porque no están reguladas por un mecanismo médico.
“Bernardeta sentía muchas ganas de participar y percibía esos puntos porque tenía algún proceso emocional de entusiasmo, lo que no quiere decir que se haya desencadenado la respuesta. Mi misión era verificar que todas las respuestas que ella daba eran provocadas por el mecanismo”, dijo el docente tucumano.
Y explicó que “hemos propuestos nuevos protocolos experimentales que permiten cuantificar los niveles de conciencia que la persona tiene, en este caso, sobre ese fosfeno, en base a una teoría psicofísica y de psicología de la conciencia. Se abre entonces otro campo, ya no es más si la persona ve o no ve, hay procesos emocionales en el medio”
En la Argentina la enseñanza de la biomedicina, la ingeniería biomédica y el área computacional que las rodea gana cada vez más adeptos en el campo de la medicina y “no tiene nada que envidiarle a la formación de recursos humanos de otras partes del mundo”, aseguró el investigador del Conicet.
Y explicó que lo que diferencia con otros países “es la aparatología que se emplea ya que un mecanismo de este tipo sale arriba de 700.000 euros”.
El docente está convencido de que la interpretación de las señales en los ensayos, el procesamiento de la información y los protocolos de validación podrían diseñarse y evaluarse en la Argentina.
Y consideró clave la cooperación científica con diferentes grupos de investigación -como el de España-, que están a la vanguardia del conocimiento y que pueden aportar al crecimiento de la ciencia local.