Salvador Mastrosimone dejó una herida abierta en el corazón de los hinchas, trascendiendo a los equipos donde jugó. Vivió su vida a su manera, disfrutando del prestigio y el reconocimiento, para cerrar los ojos en el medio del silencio y la indiferencia.
Esa noche helada de 1999, como pocas veces se había visto, un equipo del interior movilizó miles de corazones emocionados y llenó una de las bandejas del Monumental de Núñez, donde se definía el ascenso en el fútbol argentino. Los hinchas de Instituto, envalentonados por el 3-0 conseguido en Córdoba (dos de Miliki y el otro del Bocha Maldonado), se multiplicaron para la revancha en la cancha de River convencidos de que el regreso a Primera División no se podía escapar. Después de varios años de frustraciones en la B, esa noche debía ser única e inolvidable. Chacarita se encontró con la resistencia épica del arquero albirrojo Roberto Cabrera: le abolló el pecho a fulbazos y solo pudo vencerlo una vez. El 1-0 le sirvió para ganar el partido, pero la ventaja fue insuficiente y no logró torcer el curso de los acontecimientos. La alegría fue toda cordobesa e Instituto volvió al fútbol de los domingos.
“Mastro” estaba apoyado en un costado, allá arriba, como uno más. Anónimo. Lo habían apalabrado para ir a Buenos Aires y él, amigo de los silencios, se entregó a la idea de ir brindando en el camino. Tal vez, seducido por la tentación de revisar los recuerdos y reactivar aquellas gambetas memorables de cuando era “Chiribín” y la velocidad, para vivir y esquivar patadones, era algo de todos los días. E inevitable. Instinto de supervivencia.
Abrigado por el griterío de la multitud y con el buzo polar oscuro cerrado hasta arriba, Salvador consumió la noche con las manos en los bolsillos y ojitos abiertos con timidez, como ajeno a todo. No se conmovió con el viento helado que llegaba desde el Río de la Plata, ni cuando Chacarita metió el 1-0 y la cancha fue un hervidero. Tampoco con la sucesión de atajadas heroicas de Cabrera que le permitieron a la Gloria transitar los momentos más difíciles. Vio el partido a la distancia, como ausente, como si supiera que Instituto sería campeón.
Cuando todo terminó y los festejos se desataron, “Mastro” ya no estaba ahí: se había “ido” un buen rato antes, a pasear por los complejos laberintos de sus pensamientos, tan indescifrables como aquellos que dibujaba en la cancha, cada vez que frenaba y aceleraba.
La historia tiene mala memoria
La vida de Salvador Mastrosimone es el testimonio de una historia dinámica, que tiene mala memoria: los ídolos se apagan y caen en la oscuridad, como una ley cruel que se devora a todos. No pide ni ofrece treguas: le pasó a “Mastro” y hasta al mismo Diego Armando. Encandilan con sus luces, tocan el cielo con las manos y así de rápido como llegaron a lo más alto, deben enfrentar una pendiente que no se detiene hasta el final de los finales. Algunos, muertos en vida.
¿Qué nos produce saber que, si Mastrosimone iba a la cancha de Instituto, seguramente en la puerta le hubieran preguntado quién era? Hoy, muchos chicos jóvenes están enterados de quién era este flaco de patas chuecas, solo porque en los noticieros volvieron a hablar de él. Ya no de su juego y sus fantasías, sino para despedirlo. En Alta Córdoba, donde la gente gusta del buen juego y los hinchas están acostumbrados a los buenos jugadores, las tribunas reflejan el homenaje que se les realizó a algunos ídolos, según la preferencia de los que votaron: Salvador convive con Mario Kempes, Osvaldo Ardiles, Diego Klimowicz y Daniel Jiménez. Tranquilamente, ahí podrían estar Hugo Curioni, Oscar Dertycia, Paulo Dybala, la Lora Oliva y ¡¡tantos más!! Si armamos un equipo, completamos el resto de la formación con conos.
Ausencias que duelen
El mismo muchacho inventor de alegrías y el hombrecito minúsculo con cerebro de genio, estaba solo. Un poco por él, un poco por los demás. ¿Habrá sido el famoso destino? En su casita de Salsipuedes, el frío solía calar los huesos y el mes se hacía cada vez más largo para estirar los billetes. Durante los últimos años, algunos amigos se acercaron para acompañarlo, reforzarle la heladera y saber cómo estaba. Le hacía bien. A veces tomaban unos mates, pero muchas veces no lograban “llegar” a su corazón.
No pudo, no supo o no se dieron las circunstancias para que su sonrisa se mantuviera encendida. Decidió como pudo, con lo que tenía a mano. Usó y gastó lo que ganó en alegrías que se evaporaron demasiado rápido, al punto tal que, en la austera escenografía cotidiana de los últimos años, no había casi rastros del jugadorazo que fue.
¿Los clubes deben darles contención a los ídolos? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Es una obligación moral? ¿Los hinchas se olvidaron de él? “Mastro” vivió la vida que eligió, con sus virtudes y defectos, con sus alegrías y sus desencantos. Pudo jugar en el más alto nivel, pero prefirió regresar al barrio, donde la contención, a falta de dólares, lo acarició y lo hizo sentir millonario.
Nadie, salvo sus hijos, tiene el derecho de juzgarlo. Aunque haga doler el corazón saber que “Mastro” estaba solo. Y se apagó cuando de la música del alma, aquella que bajaba desde las tribunas aplaudiendo sus destrezas, ya no quedaba absolutamente nada.
