Gatti, el arquero que no tenía pudor

Inspiró a miles de chicos y fue referencia de muchos en los 70 y 80. Revolucionó el puesto y lo proyectó más allá de la prioridad de evitar goles. Fue un factor clave en la evolución que se aceleraría años más tarde.

Hoy, presionás un par de botones y la tecnología es capaz de llevarnos en un viaje interminable a través del tiempo, recorriendo todas y cada una de las cosas que fueron pasando en nuestras vidas. Hace algunos años, cuando eso era impensado, los hechos se producían y luego se los alimentaba con anécdotas, datos e interpretaciones, que daban lugar a los mitos y a las leyendas.¿Cómo comprobar si todo eso era cierto?

El mundo dejaba de estar lejos para involucrarnos con aquellas historias que se testimoniaban a través del papel de algunas publicaciones y fundamentalmente la radio, esa compañera incondicional que era capaz de contarnos, con voz y sentimiento, lo que pasaba en otro lugar. En el juego de narraciones y emociones, poníamos la imaginación al servicio de todas las causas.

En Córdoba, decían que el arquero de Belgrano, Héctor Pedro Eugenio “la garza” Tocalli, se paraba y podía tocar el piso con los codos. Cuando entraba a la cancha, en un juego de calentamiento que se había convertido en un espectáculo, la tribuna pedía y Tocalli concedía: elongaba con las piernas tensas, estiradas, intimidante. Doblaba esa cintura de goma, recogía los brazos y con los codos iba abajo para peinar el pasto. La gente deliraba.

Desde Buenos Aires, llegaba una información que se consumía como pan caliente en las esquinas y en los partidos de los barrios: “hay un arquero que tiene tan pelo largo, que los ‘milicos’ quieren que se lo corte o no juega”. En esos jóvenes años 70, los que iban al arco estaban influenciados por Amadeo Carrizo acá y por Lev Yashin allá. Tipos enormes, facherazos, siempre empilchados de negro. Y resulta que ese pelilargo del que hablaban, les había pateado el placard: bermudas, melena al viento como perro paseado en moto, vincha y camiseta arremangada, de colores llamativos. “Parece baño de rico, porque es pura canilla”, dijo en mi barrio el primo que sabe de todo y años más tarde pude comprobarlo.

El tiempo puso las cosas en su lugar y un nombre con mayúsculas al transgresor mítico que se filtraba en el aire de los potreros. Hugo Orlando Gatti se presentó sin pudores. Reseteó el puesto / función diseñando una geometría de movimientos diferente, con atrevimiento, practicidad y mucha audacia. Ya no se quedó abajo del travesaño a esperar que lo pelotearan, sino que incorporó nuevas herramientas en la cabeza de sus pares, proyectados a una participación más activa en lo colectivo.

Su personalidad llevó al campo muchas jugadas que dormían en los pizarrones imaginarios: dio cátedra en el concepto de ser parte, integrarse, cortar camino y ser un futbolista más, con la ventaja de poder tomar la pelota con las manos. Los desplazamientos fuera del área, el anticipo como factor clave y el arte de manejar los ángulos frente a los delanteros, hicieron de él alguien indispensable en la evolución técnica y táctica, que se aceleraría tiempo después.

Cuando le tocó atajar, fue uno más. Su virtud, esencialmente, radicó en explorar más allá de los límites para generar un valor agregado: además de evitar goles, los arqueros comenzaron a ser importantes en otros aspectos del juego.

La épica

Maradona, desde su estatura futbolística (e impunidad), descalificaba a los arqueros. Los trataba siempre de manera despectiva y hasta los consideraba futbolistas de segunda clase

Unos años antes de conocerse su pensamiento, la patria futbolera había dejado en claro que las palabras del Diego serían solo una interpretación o una provocación, ya que la historia venía diciendo otra cosa: la aparición del Loco Gatti abrió una dimensión nueva y multiplicó su prestigio con la consolidación de Ubaldo Matildo Fillol, otra “bestia”. Atrás de esos dos nombres y estilos, el puesto alcanzó una dimensión superlativa que los elevó más allá de Boca y River, donde fueron instituciones, porque los aplaudían todos.

Así como “el Loco” y “el Pato” trascendieron a los colores de un determinado club, la presencia de ambos abrió un rico escenario de debate, entre la desfachatez de uno y la sobriedad del otro. El delirante maravilloso que se vestía con ropas llamativas y siempre inventaba algo para darle brillo al juego, y el superhombre que llegaba a pelotas imposibles e hizo un culto del atajador, gobernando el arco con una ostentación atlética admirable. O sea, cualquier cosa, menos insignificantes actores de reparto.

La competencia los enfrentó y la locuacidad de Gatti, ya más certero hablando que atajando, arrastró en algún momento al Pato hacia un clima pirotécnico que no merecían. Felizmente, se reconciliaron y se ofrecieron el capital más valioso, mutuamente: el aprecio y el respeto.

Inolvidable

Gatti no inventó el puesto, pero lo revolucionó. Inspiró a miles y miles de chicos para que le pidieran al Niñito Dios unos guantes de regalo cada fin de año. Nos dejó una lección que no debemos olvidar: en estos tiempos, donde se castiga el lujo y se lo reprime como si fuera una ofensa, el Loco aparecerá siempre como un duende, listo para aplaudir a quien se atreva a hacer algo creativo, sin que eso signifique ser irresponsables o burlistas. Hugo nos regaló su pasión para abrazar a la pelota y disfrutarla siempre, con esa imagen inolvidable: hacer lo que otros no se saben o no pueden. Y que la gente recupere la alegría de ver partidos de fútbol.