La selección argentina pasó de forma fugaz por Paraguay, para participar de un homenaje en la Conmebol. La presencia del capitán argentino causó una revolución y colapsaron las calles: todos, argentinos y no tanto, se acercaron para verlo de cerca.
La avenida Aviadores del Chaco es parte de la ciudad de Asunción que no descansa nunca. Trae y lleva un río de vehículos desde la zona de los centros comerciales de la capital de Paraguay y seduce con una salida hacia el norte. En dirección al aeropuerto, tienta con la posibilidad de circular sin la tortura de la congestión y los conductores impacientes que siempre andan apurados y quieren meter el auto donde no hay lugar.
Ya en la periferia urbana, cuando Aviadores del Chaco se cruza con Madame Lynch, la presencia femenina lo cambia y pasa a llamarse Silvio Pettirossi, que propone amor a primera vista con el verde, la sensación (ficticia) de aire fresco y los recorridos más largos.
Esa inercia se rompe muy de vez en cuando: los paraguayos la conocen de memoria porque la viven (y la sufren) todos los días. A veces, cuando la estación aérea recibe un avión en el que llega un pasajero famoso, el camino inverso, o sea rumbo a Asunción, aprieta los espacios, “achica” la calle y en las banquinas brotan los curiosos y cazadores de fotos.
Pero la vida sigue, hasta que un día aparece un tal Lionel Messi. Entonces, los casi 40 grados de un sol implacable no calentaron tanto, ni importaron los apretujones y hubo que ponerse la pilcha celeste y blanca, con ese “10” en la espalda que editorializa qué calidad de fútbol le gusta a la gente. La efímera presencia de la selección argentina en Asunción, para ser homenajeada en la sede de la Conmebol, fue una revolución. Por ese lugar, impregnado de intereses políticos y sospechas al que muchos quieren administrar, pasó el equipo nacional para hacerle lugar en el pecho a otra medalla y estirar los festejos, después de los días felices de Qatar 22.
Lo que pasó ahí adentro y ante las luces de las cámaras, no viene al caso. Nada que no haya pasado en otros espacios, donde los políticos (de la política o del deporte, da igual) se andan empujando para llevarse la foto con Messi, esa credencial a la que aspiran los que se peinan rápido después de meter la mugre debajo de la alfombra…
La cuestión es Messi. Él y las circunstancias. Lo sacaron de la concentración de Ezeiza, a pocas horas de jugar otro partido, aunque no oficial, y lo subieron a un chárter rumbo a Paraguay, para que le diera categoría y entidad a un evento fundamentalmente comercial, que sin su presencia hubiera tenido menos peso que una tutuca dietética.
En la calle, en la periferia, desde que se bajó del avión en la hirviente Asunción y transitó a ritmo lento cada metro de los casi tres mil que lo distanciaban desde el aeropuerto hasta la sede de la Conmebol, Messi le cambió la vida a los miles de aficionados que querían verlo, a ver si era humano y podía regalarles una sonrisa. La gente le ofrendó el mejor mensaje: se puso su camiseta. No había otros números ni otros nombres: Messi para todos, como un grito de esperanza y amor a sola firma, para este petiso que trascendió a su nacionalidad para ser de todos. Lo recibieron con banderas argentinas, incluso los paraguayos; lo saludaron con respeto; le “dispararon” mil fotos; le dedicaron desde mensajes de amor epidérmico hasta un millonario “gracias”, por el fútbol que lleva en la sangre.
Cinco minutos, como mucho, puede insumir el tramo que el bondi de la selección recorrió en más de media hora. Y eso que las motos de los policías iban abriendo paso entre miles de personas que querían ver a Messi.
En Argentina ¿recién ahora hemos tomado conciencia de su valor, de su estirpe, de lo que inspira y general? Tal ha sido nuestra crueldad, que solo cuando lo vimos campeón pudimos perdonarle todas “las ofensas” cosechadas en años de fútbol mágico que no pudieron ser coronados con títulos. Porque pusimos sobre su espalda la responsabilidad de aliviar las angustias cotidianas y sanar las heridas del tiempo sin trofeos, a un jugador de fútbol que cosechó cariño y admiración en todo el mundo. Menos en su propia casa…
Por eso, la editorial es Messi. El alquimista. El de la fantasía sin fin. El que logró que lo aplaudieran en todos lados porque solo con verlo, porque para mucha gente ya fue una buena noticia. Su historia nunca tiene fin: vale cada página, porque se trata de un jugador de fútbol que tiene la capacidad de hacer felices a los demás. Sin asteriscos. Sin condicionamientos. Sin celos ni envidias. Aunque tenga una camiseta diferente, en Paraguay y donde vaya, siempre habrá alguien agradecido por el fútbol y la dignidad que nos regaló a todos.